El descontento social se ha descargado sobre la Prueba de Selección Universitaria (PSU). Desórdenes, tomas de establecimientos y violencia, tanto adentro como afuera de ellos, han dificultado su correcta aplicación. Se suspendió en más de 80 sedes e, incluso, se resolvió finalmente cancelar la Prueba de Historia, Geografía y Ciencias Sociales debido a que se habían filtrado las respuestas de una de las formas que se iban a utilizar y no existen las condiciones para aplicarla en otra ocasión.
Estas acciones de rechazo a la PSU se han sustentado en el argumento de que “no sirve” para determinar quién debe o no ingresar a la educación superior, por ser discriminadora.
Pero ¿no es ese el fin de todo instrumento de selección?
La PSU cumple con su objetivo: ordena a los estudiantes por puntajes relacionados con sus conocimientos y habilidades en áreas lógico-matemáticas, de comprensión lectora, de ciencias, de conocimientos históricos, etc.
El problema de este test es que confirma las inequidades del sistema, que anualmente indica la relación directa entre los puntajes y el grupo socioeconómico de los estudiantes que la rinde, evidenciando que, en el grupo socioeconómico alto, y con mejores puntajes, se ubican quienes reciben una educación de mayor calidad y han desarrollado de mejor forma los conocimientos y habilidades medidas en la prueba.
El descontento con el instrumento no es por su estructura, contenido, diseño, ni por la forma en que se calculan sus resultados. Es más bien, porque es el termómetro que nos recuerda que el sistema educacional chileno está enfermo y requiere atención de urgencia por parte del Gobierno, para atacar de raíz su mal: la desigualdad.
. César Rosende B., académico de la Escuela de Gobierno y Comunicaciones, U.Central.