Soy catalana, y me siento orgullosa. Nací en Catalunya y viví allá hasta hace cinco años, cuando me trasladé a Chile. Y hasta hace 10 años también era española, me sentía española y con orgullo. Porque creo que la diversidad es buena, y que el convivir de distintas culturas enriquece a todas las partes. Pero tengo que decir que poco a poco, especialmente desde el pasado domingo, me han obligado a alejarme del estado español.
Los catalanes no nos hemos vuelto locos. No se nos prendió una neurona y pasamos a odiar a España de un día para otro (de hecho, no creo que haya muchos catalanes que odien a España como tal). Pero los hechos son los hechos, y cuando el resto del estado no te tiene respeto, cuando continuamente te ofende, y además económicamente te perjudica, por aquello de que mejor solo que mal acompañado, decides que quieres irte. Porque nadie tiene ganas de estar donde no se le aprecia.
España está dividida en Comunidades Autónomas, que equivaldría a las regiones chilenas, 17 en total. Cada región tributa al gobierno central y este distribuye los presupuestos. Pues bien, el 22% del PIB español proviene de Catalunya. Comunidad que además, es pionera en centros de investigación, universidades y hospitales. Cuna de artistas y deportistas. Donde la gente es totalmente bilingüe y que acogió, en su dáa, a todos los inmigrantes españoles que no tenían cómo ganarse la vida en su región.
Cualquiera pensaría que con estos antecedentes Catalunya debería ser la niña bonita del Estado y que la cuidan. Nada más lejos: En Catalunya sólo se recibe el 5% de becas para estudiantes, contra el 58% que recibe Madrid; 1 de cada 3 años el Ministerio de Fomento no invierte ni un peso en infraestructura en Catalunya; por cada 12 millones invertidos en el aeropuerto de El Prat (Barcelona) se invierten 300 en Barajas (Madrid); ¿cómo puede ser que del 22% del PIB generado en Catalunya solo se devuelva un 10%?
Podría seguir con una lista sin fin, pero lo anterior es suficiente para hacerse una idea.
Sin embargo, no todo es económico. Catalunya tiene unas raíces, una lengua y unas tradiciones distintas, de modo que, inevitablemente, hay quien siempre llevará en el alma un sentimiento de identidad propia. Ello, sumado a una dictadura de 40 años en la cual el pueblo catalán fue duramente castigado por sus orígenes (con mucha diferencia respecto otras zonas de España), se traduce en que un cierto sector siempre vivió con la utopía de una Catalunya libre. Un sector pequeño al principio, pero que, debido a la mala gestión del gobierno actual, ha aumentado de forma exponencial en los últimos años.
Hablamos de un gobierno que se plantea prohibir la enseñanza del catalán en las escuelas, que niega a Catalunya la reforma de su estatuto (una especie de constitución a nivel autonómico) pero que la aprueba para otras comunidades, siendo prácticamente el mismo texto, y que no quiere ni oír hablar de una negociación fiscal que mejore las condiciones de los catalanes. Que niega la ampliación de plazas para la policía catalana en pleno estado de alerta terrorista. Y que tiene un sinfín de desatinos (los cuales no puedo detallar por razones de extensión), que, poco a poco, van mermando la relación entre Catalunya y España. Porque hablamos de un gobierno que además censura y seguirá censurando los medios de comunicación a nivel de estado, lo que se traduce en un montón de personas en España incapaces de comprender el descontento catalán.
Y lo peor. Un gobierno que bajo el amparo de una constitución intocable, se cierra en banda asegurando que un referéndum para consultar la voluntad de los catalanes es ilegal. Constitución del 1978, solo 3 años después del fin de la dictadura, pero que parece cumple su función a la hora de oprimir el derecho a opinar.
Los catalanes estamos cansados, aburridos de tanto menosprecio. Por eso se plantea la posibilidad de que tal vez como país independiente estaríamos mejor, y por eso pedimos al Estado que nos de la opción de opinar en un referéndum.
Y así se llega a los hechos del pasado 1 de octubre, con millones de catalanes en la calle tratando de votar en forma pacífica y otros tantos de militares utilizando la fuerza para evitarlo. Y sin filtro. Sin importar la edad, el sexo o la condición física, delincuente es todo el que pretende ir a votar, y como tal, merece una paliza.
No llegarán a nivel internacional muchas de las imágenes con gente mayor con la cabeza abierta o muchachos rodando por las escaleras, pero lo que es peor, es que tampoco llegaran al resto de España. Y por eso, la gente no catalana seguirá saliendo a la calle gritando “a por ellos” cuando despidan a los cuerpos de seguridad que se dirigen a Catalunya para evitar el tan temido referéndum.
Soy catalana, siempre lo seré y lo sentiré. Y es muy probable que en poco tiempo me pueda sentir chilena, por lo bien que se me acogió en este país. Pero nunca más podré sentirme española, porque no quiero estar en un país donde querer opinar es delito, y sobre todo, no quiero estar donde no se me aprecia.
*Mercè Campeny Mora nació en Mataró, Cataluña, estudió Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos en Barcelona, y actualmente vive en Chile.