.Harry Grayde K., director ejecutivo de World Vision.
“Esos desiertos son terribles, son la peor pesadilla que pude tener”, comenta una mujer venezolana mientras está sentada dentro de una limpia y ordenada carpa instalada a las afueras de un colegio ubicado en la comuna de Pozo Almonte, en la Región de Tarapacá. La escuela está cerrada, producto de las vacaciones, pero también de la pandemia que ha afectado el ingreso a clases de miles de niños y niñas en Chile. No existen albergues establecidos. El establecimiento, vacío y semi abandonado, permanece con sus puertas clausuradas mientras su frontis cobija a una docena de carpas con familias de paso dispuestas a continuar su camino, pese al cansancio y a la terrible incertidumbre.
En las noches, el árido desierto norteño cobra vida. Son miles los hombres, mujeres, niños, niñas, adolescentes y ancianos que han atravesado caminatas eternas en quizás uno de los terrenos más inhóspitos del planeta. El desierto, hierático e incólume, se repleta de olas que van y vienen, se inunda de huellas, tristeza, esperanza o dolor. A la sed del desierto parece no importarle, incluso, de vez en cuando, cobrar vidas en su dificultoso terreno.
El grupo de personas migrantes y refugiadas se muestra en general esperanzada. Pese a sus labios hinchados y partidos por el sol, pese a sus malogrados pies y su develadora delgadez, pese a haber acabado o perdido sus últimos ahorros, el anhelo permanece intacto. Algunos tienen claridad. Se dirigen donde otros familiares ya establecidos que los esperan ansiosos en sus hogares. Otros simplemente caminan hasta llegar a un lugar donde les permitan trabajar.
Lo anterior refleja el rostro más ingrato de una crisis migratoria en Chile sin precedentes en el corto y mediano plazo. Según cifras oficiales, se estima que en el último tiempo más de 500 mil venezolanos han ingresado o intentado entrar a territorio nacional escapando de las complejidades políticas y sociales que vive su país.
Sin ir más lejos, la nortina ciudad de Colchane hace un par de semanas vivenció un colapso sin parangón: cientos de personas deambulaban por las calles del pequeño pueblo fronterizo, llamando la atención de todo el país y en especial de la prensa nacional. Este mar de gente, esta cuarta oleada de personas que siguen migrando desde Venezuela, pareció pillar de improviso a las autoridades quienes, en su más pronta reacción, han decidido optar por la deportación.
Por eso, desde World Vision tenemos la más absoluta convicción de que ante cualquier crisis humanitaria, el Estado y la sociedad en su conjunto han de hacerse cargo de prestar la mayor ayuda posible para estas personas que han perdido mucho y que, en sus trayectos, siguen sufriendo.
Asimismo, resulta especialmente prudente analizar con prolijidad el apoyo que se les prestará a migrantes y refugiados en términos de su regularización. La expulsión inmediata sin una mayor evaluación parecer ser una medida apresurada, la cual esperamos sea revisada debidamente por las autoridades.
Mientras ello ocurre, las olas siguen avanzando, se extienden a otros pueblos, cogen otros rumbos, algunas se devuelven y los que pueden, los menos, por fin se asientan.
.Harry Grayde K., director ejecutivo de World Vision.