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Lobelia y la tradición en la narrativa chilena

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*Por Cristóbal Hasbun

¿Existe una tradición literaria en la narrativa chilena? ¿Es posible afirmar que hay autores nacionales que toman elementos narrativos de antecesores para conformar una cadena de expresión artística que se adecúa sutilmente al paso del tiempo? Puede ser que existan autores, como maestros, sobre los cuales se vuelve para aprender de ellos y luego actualizar la técnica narrativa, los contenidos, la composición de las obras y los motivos generales de éstas a las circunstancias que cambian décadas después. Eso permitiría observar un cierto continuo. O puede ser, por otro lado, que cada nueva obra en nuestro país surja ex nihilo, como si la escritura se hubiese inventado ayer, como un golpe de puño que atraviesa el aire de la nada.

La literatura alemana permite observar una tradición[1]. En la obra de Goethe hay elementos folclóricos germanos, también recopilados por los hermanos Grimm, sobre personajes y mitologías populares. El trabajo de Freud -a finales del s. XIX y comienzos del s. XX- tomó parte del legado simbólico de Goethe así como las historias populares de los hermanos Grimm para explicar su interpretación de símbolos. Herman Hesse, por otro lado, y Thomas Mann -ya en pleno siglo pasado- se vieron influenciados literariamente por la teoría psicoanalítica freudiana (y jungiana) y trabajaron también sobre componentes de la mitología germana (probablemente el ejemplo más patente sea la obsesión por Fausto, a la que tanto Goethe como Mann dedicaron una obra). El ejercicio anterior devela una forma de entender y hacer la literatura dentro de una cultura identitaria. La pregunta, nuevamente, es si en nuestra cultura existe o se puede hacer es esfuerzo por rastrear tal expresión.

Lobelia, novela de Joaquín Trujillo publicada este año, ofrece replantear esta cuestión. Se trata de una obra ambientada en Chile en los años 90’, con escenas que se desarrollan en Santiago y zonas rurales cercanas a la capital. Luisa Manso es una niña criada por su tía Lorena, la cual junto a su hermano Clemente emprenden la búsqueda de sus padres, quienes los habían abandonado. La historia incrementa dramáticamente su tensión cuando Luisa se entera por una vidente de que su madre había mandado a matar a su padre para irse con su millonario amante extranjero, lo que motivó a Luisa a llegar hasta las últimas consecuencias para encontrar a su madre y hacer justicia. Se trata de historia narrada en fragmentos, más o menos extensos, que componen seis partes de un largo relato. La forma en que la constelación de eventos, hechos y vivencias se organizan es por momentos meticulosa y otras veces dispersa, como una galería de imágenes que a veces tiene un sentido unitario y otras parece querer decir una cosa diferente en cada retazo.

¿Toma esta novela agua de las fuentes atávicas de la narrativa chilena? Esa pregunta nos devuelve a la primera cuestión, y me parece que como pocos escritores de nuestra generación la respuesta es afirmativa. Hay en la obra de Trujillo una intención de subirse en las espaldas de Blest Gana, Edwards Bello o Manuel Rojas. Se trata de un trabajo que describe acontecimientos cotidianos de los personajes, pero manifiesta de forma latente su preocupación por la república, por el estado de la nación. Es una novela que no abandona el afán costumbrista, aquella vocación del escritor de retratar los avatares de la sensibilidad colectiva en un determinado país, zona y época.

En este sentido, la prosa minuciosa y elegante del autor ―que rara vez recurre al minimalismo, prefiriendo detalles y distención― permite que la historia, a pesar de encontrarse ambientada hace no muchos años, transmita una experiencia estética antigua, donde la forma en que los hechos son narrados transporta al lector a finales del s. XIX o a las primeras décadas del recién pasado. Pero elementos como la utilización de anglicismos recientemente de moda, así como la referencia a personajes populares o de la historia de Chile hacen que el contexto de la novela, aparentemente antigua, recuerde al lector que en realidad sólo ocurrió hace algunos años, es vigente, y está a la vuelta de la esquina.

Dotada de un genuino sentido del humor, la narrativa de Trujillo permite distraerse en la lectura y alivianar acontecimientos pesarosos, transmitiendo la idea de que escepticismo y sentido del humor son valores humanos que no deben ser perdidos y aunque a nadie enaltecen, a nadie dañan. Las constantes referencias a discusiones teológicas permiten esbozar algunas reflexiones y a la vez representar, con descrédito y algo de sorna, el vasto imaginario religioso-popular que aún justifica todavía un significativo número de decisiones trascendentes en Chile.

La historia de niños en colegios capitalinos y rurales, la búsqueda de la protagonista de sus padres, los matrimonios arreglados y los cuchicheos de conventillos se encuentran debidamente expresados como una manifestación de que aun en los últimos años del siglo pasado seguíamos (y seguimos) manteniendo una raíz vernácula que nos identifica y distingue en este rincón del mundo, y probablemente en cualquier otro lado de éste.

A pesar de que el autor a veces sufre de excesos discursivos ―una sobreabundante referencia a compositores de música clásica, escritores, idiomas, disquisiciones teológicas y obras literarias―, cuestión que lo impregna a ratos de un aire rococó y excesivo, su prosa es en general amena y sobria, cuidadosa, ejecutando su labor como el director de una filarmónica que debe luchar por contener los aspavientos de sus músicos.

De las tantas cosas valiosas que plantea Lobelia, una de las trascendentales es permitir siquiera pensar que exista una tradición en la novela chilena, y que esta obra satisface criterios para encontrar su alimento en las mismas aguas de Martin Rivas, El roto o Hijo de ladrón. En un pasaje de la novela un organista explica el significado de la ópera Fidelio diciendo que con aquel libreto Beethoven quería enseñarnos que la tradición es lo único que nos puede salvar de la tiranía y las injusticias. Al menos literariamente esa afirmación tiene sentido, y Lobelia intenta defenderla.


[1] La mejor forma de entender el origen de la palabra tradición es desde lo jurídico. Del latín traditio, que quiere decir transmitir, se trata de una palabra que describe tanto la acción de entregar (el dominio, la posesión) como de recibir. Esta palabra significa también enseñanza. Así lo explica Guillermo Cabanellas de Torres, en su magnífico Diccionario de derecho romano y latines jurídicos.  
*Cristóbal Hasbun es abogado, investigador y profesor de derecho penal.
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