Con un apodo que es un verdadero oxímoron fue por la vida José Pizarro Caravantes, una persona bastante culta que vivía en la calle. Le conocí caminando en el Barrio Lastarria, fue nuestro primer clochard pues llevaba sus pertenencias y libros que escribía en un carro de supermercado, como sacado de una antigua película ambientada en París.
Pertenecía el Divino Anticristo a una larga cadena de personas con alteraciones mentales que han deambulado por Chile y que llegan a formar parte del folklore local. Recuerdo a fines de los 60 a un ingeniero que por diversas vicisitudes laborales y amorosas lustraba zapatos frente a Estación Central, casi esquina Matucana; no siempre estaba bien, pero a veces estaba lúcido y podía conversar con bastante gracia, incluso de temas ingenieriles.
En Concepción conocí a dos, un señor de terno de buen paño y corte, con hechura a la medida, camisa blanca y corbata, que luego de trabajar en una entidad bancaria terminó caminando raudo con una pistola de agua en la plaza principal de la ciudad. Hubo otro que era médico, con una triste historia de amor impedida de mala manera –nadie sabía exactamente cómo– yendo apresuradamente, aunque sin destino, por los diversos recovecos de Concepción.
Otro célebre era el predicador Gutiérrez, que saltando y con las manos en alto, alababa a Dios diciendo “Gloria al Pulento, Gloria a Dios…”, también en un café de Ahumada desnudaba la conspiración que todos los ámbitos imaginables hacían los detectives; sí, porque luego de contar a todo pulmón una situación, finalizaba su speech diciendo cantadito: “¿quién creen que tienen la culpa de lo que pasa?”, respondiendo “¡los detectives!”.
El Divino Anticristo tuvo la ventaja de vagar por unas calles que concentran un público algo intelectual, tiendas de ropa, medio hindúes, artesa elegante y hippie chic, nada hecho en serie, restaurantes de moda con parroquianos estilosos, había allí antes un institutito binacional con bastante actividad cultural; es decir, un contexto adecuado con un público joven y adulto mayor, a los que este héroe derrotado por la enfermedad mental y la vida, vestido con una falda y pañuelo al cuello, aunque para nada travestido, una verdadera instalación viviente, pudiera conversar, mostrar sus libros y ser, de alguna manera, aceptado. Digo de alguna manera ya que para sus amigos, discípulos o seguidores fue un ícono pop. Buscando un bien, su heterogéneo grupo de admiradores cool, lo sacó de una clínica en donde estaba para mejorar su condición mental. Por devolverle la libertad, le hicieron un mal y aceleraron sus enfermedades con el fatal desenlace.
José Pizarro fue una verdadera dialéctica de situaciones existenciales: episodios de agresividad y otros de indiferencia, desde la literatura sin límites a la venta de cachureos varios, de la denuncia inspirada a la alucinación desbordada, una vida miserable ennoblecida por su escritura. Se fetichizó a sí mismo, vamos a ver si sus admiradores conservarán su recuerdo y su presencia de algún modo. Podría ser una animita en pleno barrio Lastarria, la edición de su trabajo por alguna universidad, la aparición de sus tesis de licenciatura o magíster que, desde diversos ángulos literarios, nos transmitan sesudas interpretaciones de su obra hasta hacerlo irreconocible para quienes lo conocieron en persona y leyeron sus textos de primera mano. Lo otro es que se les olvide y de tarde en tarde se acuerde de él algún programa misceláneo de la radio o la televisión.
El Divino Anticristo es nuestro héroe romántico que vivió hasta el extremo una vida dolorida, incomprendida, en los márgenes sociales, un personaje exótico, más luminoso en la noche que en el día, en que el sol hace ver la pobreza y en que la luna otorga un cierto brillo plateado al dolor. Como no tenemos un cementerio de Père Lachaise para sepultar a nuestros íconos transgresores, una animita vendría bien, porque lo más probable es que la dura realidad termine con sus huesos en alguna fosa anónima.
Pero más de alguien lo verá caminar por las calles de Santiago con su carro, ataviado con su falda y su pañoleta en la cabeza, un fantasma al que algún programa de misterio dedicará algunos minutos de reflexión mágica.
*Rodrigo Larraín es sociólogo y académico de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Central.