María José Madariaga, directora ejecutiva de Fundación Ronda.
El cuidado ha recaído históricamente en manos femeninas, y hoy, en una sociedad que avanza lentamente hacia la igualdad, aumentando, por ejemplo, la participación laboral de las mujeres se ha convertido en una carga que muchas veces sobrepasa lo humanamente posible. Las mujeres cuidadoras enfrentan una demanda que no cesa, tanto física como emocional, lo que provoca lo que conocemos como “carga de quien cuida”, un desgaste crónico con consecuencias graves para la salud física y mental.
Según datos del Banco Interamericano de Desarrollo (2024), en América Latina y el Caribe, más del 30% de las cuidadoras no remuneradas y el 19% de las remuneradas sufren síntomas de depresión. Además, la mitad de las cuidadoras necesitaron atención médica en el último año, pero sus responsabilidades de cuidado les impidieron acceder a ella. Estos números reflejan el impacto brutal que la sobrecarga tiene en el bienestar de las mujeres, afectando su salud de maneras profundas y silenciosas.
Las consecuencias económicas y sociales son también devastadoras. Muchas mujeres cuidadoras se ven obligadas a reducir su jornada laboral o abandonar el empleo, lo que afecta su autonomía económica y sus posibilidades de desarrollo profesional. Esta renuncia forzada perpetúa la dependencia y refuerza las brechas de género, limitando sus oportunidades y afectando su calidad de vida y generando, entre otras cosas, lagunas previsionales. Según datos recientes, en Chile, del total de pensionados por vejez, el 88% de las mujeres recibe una pensión autofinanciada por debajo de la línea de pobreza, en comparación con el 66% de los hombres, lo que evidencia la profunda desigualdad en el sistema de pensiones.
A lo anterior, sumemos que la sobrecarga de cuidados genera un aislamiento social que desintegra redes familiares, de amistad y de pareja, privando a las cuidadoras de un apoyo emocional fundamental. Esta pérdida no solo afecta su bienestar individual, sino que las deja en una situación de mayor vulnerabilidad.
Por eso, es fundamental reconocer que el cuidado no debe ser una responsabilidad individual, sino colectiva. Necesitamos avanzar hacia un Sistema Nacional de Apoyos y Cuidados, que garantice apoyo integral para todas las personas que cuidan, sean estas formales o informales, a lo largo de toda la vida. Este sistema debe incluir servicios de salud mental, opciones de respiro, capacitación, y, sobre todo, un reconocimiento económico y social del valor del cuidado.
Construir una sociedad que cuide a quienes cuidan no es solo una obligación ética, sino una necesidad urgente para erradicar esta forma invisible de violencia. Políticas públicas que reconozcan el trabajo de cuidados y brinden apoyo real a las cuidadoras son el camino para desmontar las estructuras que sostienen esta injusticia. Es hora de avanzar hacia una sociedad más justa, donde el cuidado se distribuya de manera equitativa y donde el bienestar de las cuidadoras sea prioritario para el bienestar de la sociedad en su conjunto.
María José Madariaga, directora ejecutiva de Fundación Ronda.