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¿ADIÓS A LA ROJA?

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*Por Eduardo Téllez Lúgaro

En La gaya ciencia, Nietzsche proclama que una existencia humana más fecunda y gozosa únicamente se consigue si ella reverencia el mandato de vivir peligrosamente. Quienes quieran tener esa clase de vida, advierte, habrán de levantar sus ciudades a los pies del Vesubio. Empero, los elegidos para ejercer este heroísmo suicida, acota, todavía no han nacido. Esa hazaña está deparada exclusivamente a los hombres venideros.

El doctor Nietzsche ignoraba, en cualquier caso, que en los extramuros del hemisferio sur había una humanidad que llevaba algunos miles de años ya en eso. Mucho antes de la entrada de los iberos al continente americano, el pueblo mapuche debió afrontar, solitario y a pie, el primer gran cataclismo de las aguas. La bien llamada Gran Inundación.

La gente que subsistió a esa tragedia arcaica habló, después, de una lucha mortal librada por dos serpientes gigantes. Una, la maléfica, Cay-Cay Vilú, alzaba los mares en procura de ahogar a una humanidad que aborrecía. Otra, Treng-Treng Vilú, empeñada en salvarla, elevaba la tierra firme hacia el sol y sobre el nivel del océano en pos de ese propósito insigne. Preponderó, finalmente, la sierpe bienhechora. La segunda humanidad mapuche recomenzó a partir de un puñado de sobrevivientes. Desde entonces la Gente de la Tierra tiene escogido en cada comarca que habita su “cerro Treng-Treng”, la montaña mágica a la cual subirá en busca de asilo final no bien Cay-Cay haga ondular su cola.

Los chilenos venimos de esa dualidad amerindia. A ella pertenecemos. Cada una de sus generaciones acepta que ha de existir entre Treng-Treng y Cay-Cay. A sabiendas que, pase lo que pase, triunfará, no la muerte y sí la resistencia y el renacimiento. “Habrá que reconstruirla de nuevo”, dice estoicamente para sí el poblador criollo parado ante los deshechos de lo que hasta la noche anterior fue su solar terreno. Ser chileno es vivir peligrosamente. Lo saben desde que son alumbrados; quizás desde su paso por el útero materno. Lo que se construyó -la casa, la plazuela bien amada, el antejardín natal, la ciudad misma- habrá de perecer un día. Por agua, por fuego o por una inimaginable sacudida de la tierra. A veces por los tres elementos juntos. El tsunami, la erupción volcánica, un vasto incendio del bosque secular, el terremoto grado nueve, acabarán, transitoriamente, con toda refundación.

Lo aceptamos. Sin chistar. Nada perseverará. Aquí, entre los Andes y la mezquina planicie costera, triunfa la impermanencia. Los tiempos de beatitud y prosperidad sosegada nunca son estados o algo que se les parezca. Apenas alcanzan la categoría de momentos entre dos tragedias. Una existencia de ese tipo es puramente para guerreros.

En el siglo siguiente a la primera edición de Lagaya ciencia, un chileno preclaro fue capaz de declarar aquello, que casi nadie había puesto por escrito. El 30 de marzo de 1964, transcurrido otro mega-sismo devastador en la República, Luis Oyarzún, apunta en su Diario: “Ya el chileno puede superar con creces el sentimiento cristiano de la vida, pues sobre este suelo la vida es no solo precaria y, como en todas partes, perecedera, sino eminentemente peligrosa: la vida es un cráter…”

El sino confesado, con todo -y es extraño- no se aplicó, hasta Bielsa, al deporte nacional por excelencia, el balompié. Se jugaba, a menudo, contra la ley de la tierra. En los equipos primaban la timidez provinciana, el repliegue defensivo camuflado de sensatez, esa prudencia pusilánime que no es más que miedo de sí mismo. El Loco demostró que esas lacras eran parte de una costra cultural y de la deformación social. Removida aquella y neutralizada ésta, los escogidos, los jóvenes atletas, se colocaron a la altura del país y jugaron como él, peligrosamente. La seguidilla de victorias que nos acompañó hasta el catastrófico match con Paraguay y el muy deplorable con Bolivia, confirmaron que las nuevas cohortes portaban dentro de sí algo más viejo. No solamente resultaban nativamente hábiles con la bola; también eran temerarios: navegaban, como nosotros, entre los rápidos del riesgo, sin conmoverse por los costos y la proximidad abisal de la catarata.

Embelesados, muchos olvidaron que el “acontecer infausto” chileno (Rolando Mellafe), ha estado intensamente imbricado con el despliegue del deporte nacional. Desde el tobillo fracturado del Tany Loayza hasta el penalti marrado por Caszely y el palo de Pinilla. El soberbio autogol de Vidal y la mano sonsa de Marcelo Díaz vinieron a recordarnos que el infortunio solo andaba de juerga.

No nos equivoquemos, sin embargo. Después del penal ejecutado con sangre fría por Juan Carlos Arce y de la derrota ante Bolivia que quizás nos dejará fuera del Mundial de Rusia, parece claro que lo del pasado jueves y este martes, no son meras ocurrencias aciagas, otra broma de la mala suerte, esa novia fiel de la nación. Lo acaecido en el Nacional y luego en el Hernando Siles de La Paz, es mucho más. No se trata de un simple temblor. Asistimos a un terremoto de verdad: Cay-Cay está de regreso. La tierra se estremece y las mareas crecen. El mundo amenaza hundirse para no regresar, piensan los hinchas, proclives siempre al tremendismo.

Con todo, no ocurrirá. Prevalecerán, otra vez, los sobrevivientes, la progenie de Treng-Treng Vilú. Estamos condenados -es nuestra naturaleza- a renacer. No necesariamente en estas eliminatorias, ya posiblemente perdidas. Sí en alguna otra.

¿Por qué? Sencillamente porque siempre ha sido así. Solo que, si de fútbol se trata, en esta nueva recreación del mundo abatido no seremos nunca iguales. Estos muchachos, ahora lapidados por una opinión pública demasiado habituada -curiosamente por culpa de ellos mismos- a la miel rara de la victoria, antes de evaporarse en el horizonte, han dejado develada esa verdad sepultada, hasta ayer no más, en la arena de Chile. Cuando se habita al pie del Vesubio hay que honrar esa elección: JUEGA PELIGROSAMENTE.

  *Eduardo Téllez Lúgaro es Investigador del Centro de Estudios Históricos UBO y Editor Ediciones UBO.

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