Marcelo Trivelli, presidente de Fundación Semilla y exintendente de la Región Metropolitana.
“A Catalina le arrebataron las ganas de vivir”. Con estas palabras la mamá de Catalina Cayazaya titula la carta abierta a la comunidad en la que relata la situación vivida por su hija, estudiante de Terapia Ocupacional en la Universidad de Los Andes, que se quitó la vida por no resistir tanto dolor. La joven había sido sujeto de abusos académico/laborales durante su práctica profesional.
La mamá, Carolina Cors Richards, médico pediatra del Hospital Regional de Rancagua, nos relata en su carta que Catalina “fue a la dirección a presentar esta situación y nadie la escuchó. Fue tratada de ‘sensible’ como si esto fuera algo negativo”. Continúa su relato señalando que Catalina “escribió una carta a la dirección (firmada por la mitad de su curso) relatando los malos tratos e irregularidades sufridas en cada una de sus rotaciones”.
Al igual que casi siempre en estas situaciones de violencia en contextos educacionales, la respuesta institucional fue intentar desprestigiar a la víctima y acallar la denuncia mediante amedrentamiento a las compañeras firmantes de la carta acusándolas de “mentirosas e injurias y amenaza de suspensión del internado”.
En mi época universitaria estaba tan normalizado el abuso académico que de aquellos estudiantes que no tenían las herramientas y condiciones para enfrentarlo se decía que les daba surmenage, que significaba estado depresivo causado por agotamiento físico o psíquico.
Símbolo de esta situación era un hombre que había sido estudiante en la Facultad de Ingeniería y que vivía en situación de calle. Muchas veces lo veíamos dormir entre cartones pegados a la pared de alguno de los edificios de la calle Tupper. Escuché situaciones similares en otras facultades de la Universidad de Chile. Eran otros tiempos y hoy esas situaciones ya no son aceptables ni menos justificables.
La Salud Mental era un tema individual, privado y secreto. Acudir a un psiquiatra o a un psicólogo era mal visto. Era impensable que la forma en que se desarrollaba el quehacer académico pudiera ser una de las causas para afectar la salud mental de estudiantes universitarios. La conclusión era lapidaria: no tenía capacidad para responder a las exigencias de la educación superior.
Lamentablemente, aún hay muchos académicos, así como centros de práctica profesional que abusan y se aprovechan del estudiantado. Las consecuencias son conocidas. Un estudio realizado en el 2020 sobre Salud Mental concluyó que el 20% de los estudiantes universitarios estaría en riesgo de suicidio en el país. Las cifras recogidas por académicos de la Universidad Los Andes y la de Talca, en conjunto con investigadores del Núcleo Milenio para Mejorar la Salud Mental de Adolescentes y Jóvenes, fueron registradas a través de una encuesta aplicada a más de 5 mil estudiantes de distintas carreras.
Desde la Neurociencia se ha estudiado que, en estados de estrés, estando en modo “sobrevivencia”, no es posible desarrollar un aprendizaje significativo y de calidad. Por lo mismo, el desafío hoy es promover el gusto y el placer por aprender, generar climas de confianza y seguridad emocional en el aula, así como fortalecer la autoestima académica, la motivación y la resiliencia. Y en todo esto, juega un papel principal la vinculación entre quienes participan de la enseñanza-aprendizaje, sobre todo cuando existen relaciones de poder, como se da entre profesor/a y estudiantes.
La convivencia entre pares y también con los y las académicas es una variable determinante en la Salud Mental, aprendizaje y rendimiento. La calidad de vida también es parte de la educación y duele el corazón y el alma cuando a estudiantes como Catalina le arrebatan las ganas de vivir. La buena convivencia también es un desafío en la educación universitaria.
Marcelo Trivelli, presidente de Fundación Semilla y exintendente de la Región Metropolitana.